Es inevitable la comparación porque simplemente me sucedió
lo mismo. En realidad mi cabecita se entretiene entretejiendo todo lo que me
rodea para salvarme la vida y no empujarme definitivamente a la locura. De una
sabana hace un paracaídas, de la calle la escuela, la vida, lo que rodea al
departamento.
La primera vez fue en esa pequeña librería que queda en la
esquina de dos calles cuyos nombres son ambos patéticos, el primero un prócer
que deja a mi imaginación la arbitrariedad de suplirlo por mil cosas más
lindas: calle Waldino Aguirre, Infancia o Piedra Libre; el segundo el de una
batalla de la independencia que supliría solamente por el nombre de calle
America Josefina Scarfó. Entonces sería: la pequeña librería de la esquina de
Piedra Libre (ex Waldino Aguirre) y A. J. Scarfó para los cartelitos y la de
Waldino y America para los vecinos. Allí, en la estantería de la izquierda
reservada a la poesía, reposaba un libro cuyo titulo era: Poesía Completa de
Arthur Rimbaud. Al módico precio de 179 inalcanzables pesos argentinos. Me
indigné, porque la editorial, la librería, los 25 grados de sensación térmica,
la música que había elegido el librero, todo era perfecto menos mi falta de
dinero. Lo que más me llamó la atención fue que de un lado, en el libro,
estaban los originales y del otro las traducciones, técnica que me lleva a
comparar a los traductores con personas que te cuentan como es algo que vieron
y que no podes ver. Y para mí, que apenas aprendí mi lengua materna y a duras penas
la puedo emplear sin que la dislexia se ponga a jugar con ella, es algo perfecto
eso de que de un lado esté el original y del otro la traducción porque deja a
mi imaginación acercarse un poquito más a una verdadera lectura de Rimbaud. Eso
si, jamás, y es una ley interna que funciona sin que pueda evitarlo, voy a
recordar el nombre de un sólo traductor salvo el de los siguientes dos libros: Una
Temporada en el Infierno, traducción de Oliverio Girondo y La Metamorfosis,
traducción de Jorge Luis Borges.
La segunda vez fue hace un momento, cuando caminaba del Shopping al
departamento con la idea de entrar a una librería de la peatonal. En esa idea
estaba implícita la de caminar como en una película en blanco y negro, que
lloviznara y las luces de la calle brillaran en la brea, la idea de leer los
títulos de los libros cómo si los leyese un intelectual consagrado que le gusta
perder el tiempo en las librerías y, de vez en cuando, jugar con meterse algún
libro de Faulkner en la campera y afanarlo. Lo que no estaba, lo que nadie
había imaginado, era esa edición de no sé que editorial de la Poesía Reunida o Completa (no
lo recuerdo) de Juan Gelman, tomo o volumen I y II. A 179 incansables, por
segunda vez en este texto, pesos argentinos. Leí el índice, llegué hasta Colera
Buey o Traducciones II: Poemas de Sindey West, hasta que convencido de mi falta de dinero no lo resistí más. Salí de la librería a la peatonal y ya no caminaba en una película en blanco y negro, la
llovizna no me importaba, tampoco si la brea brillaba por las luces. No podía, siquiera, leer los
carteles del Mac Donals como si fuese un desempleado consagrado. La siguientes
dos cuadras las derroché pensando esto y, allí, cómo pensamiento, era tan
dinámico y preciso que hubiese merecido el premio o distinción a "mejor
pensamiento volviendo a casa".
Ahora tengo que ocuparme de una ultima cifra, de
los últimos dos números, el 2 y el 0 que forman el billetito de 20 pesos.
Transformarlos en 2 tomates, 4 alitas de pollo, usar la media cebolla de la
heladera, algunos ajos, una cucharadita de mostaza y traducir todo eso en la
cena. Dispongo de casi una hora.